Sentir su aliento en el cuello. Acariciar sus caderas. Respirar su perfume. Disfrutar del sabor de su boca. Ser poderoso. Poseer su piel, su cuerpo, su mente, su alma. Ofrecerle tu piel, tu cuerpo, tu mente… tu alma. Llámalo amor. Llámalo adrenalina. Amorelina. Manos que queman, pulsaciones aceleradas, sudor que baña las orillas de vuestros cuerpos desnudos. Corazón desbocado.
Caen las hojas que antes se mantenían fuertes en las ramas, soportando los envites del viento y la gravedad. El verdor y la frescura dejan paso al marrón y el gris, a la putrefacción de los sueños rotos, de las ilusiones quebradas, que ahora se acumulan al pie de aquel árbol que parecía que aguantaría erguido toda la vida. El corazón se asfixia, se angustia al ver que las raíces ya no aguantan el peso, que todo amenaza con venirse abajo. Duele la impotencia de verte condenado a perder de nuevo.
—Quiero que te lo quedes.
—No.
—Por favor.
—No puedo aceptarlo, es demasiado valioso.
—Si te vas, ya no tendrá ningún valor.
—No digas eso.
—Es la verdad.
—No me gusta esa verdad.
—Pues es la única que hay. Cógelo.
Ahora que ella lo abandonaba, no había otra solución. Abrió la puerta de su pecho con la llave, y sacó su corazón. Se lo tendió, con cuidado. Ella lo cogió, maravillada por su peso y su color. «Morir de amor, qué cruel», pensó mientras caía fulminado a los pies de ella.
Se quedó maravillado al observar aquel pequeño brote rojo. Pensaba que ya nunca volvería a crecer nada en aquel yermo. Comenzó a cuidarlo desde aquel instante en que lo descubrió. Lo abonó y regó con mimo cada día, hablaba con él, eliminaba las plagas que intentaban destruirlo, consumirlo. Y un día, por fin, ella llegó. Sus ojos y su pelo reflejaron la luz del sol que bañó aquel pequeño brote, que creció y creció, hasta latir otra vez en la misma sintonía que otro corazón.