Minúsculas y rojas esferas brillantes llenaban la habitación flotando en el aire. Se sentía exultante. Tras sus pequeñas gafas, sus ojos chisporroteaban como cargados de electricidad, como alimentados por una batería situada dentro de su cabeza que mandaba corrientes que iluminaban sus pupilas. Lo había logrado después de tanto tiempo, de tantos experimentos frustrantes y tantas desilusiones que habían conseguido que dudase de su empresa, que habían sembrado la incertidumbre en su corazón, y ésta había ido creciendo poco a poco, regándose con cada amargo fracaso, nutriéndose con cada maldito tropiezo.

Pero esta vez no. Esta vez había dado con la fórmula. Y era sencilla. Realmente sencilla. Sin embargo, varios siglos de ocultismo habían conseguido que se perdiese de la memoria de los hombres, y sólo era conocida por unos pocos privilegiados que la mantenían guardada bajo llave en un lugar secreto para usarla en su propio beneficio, lejos del alcance de los comunes mortales.

Y estaba allí, dentro de ese matraz, a su alcance. Y por accidente. Casualidad. ¿O acaso estaba predestinado? ¿Algo, superior a él, había tumbado la larga e inestable columna formada por varias decenas de libros, acumulados año tras año, algunos incluso enmohecidos, y había guiado uno de esos libros, que había rebotado sobre la madera de su mesa de trabajo, abriéndose exactamente por la mitad, mostrando concretamente esa página, y a su vez golpeando esa probeta situada a la distancia correcta para que al caer vertiese parte de su contenido dentro del matraz? No le importaba, le daba absolutamente igual cuál hubiese sido el motivo. El hecho es que lo había logrado. Cientos de libros después, miles y miles de fórmulas en millones de hojas de papel que se esparcían sin orden ni concierto por cada rincón de la habitación, miles de ingredientes usados en los miles de experimentos anteriores, y así, de la nada, sin esperarlo, sin trabajarlo, sin querer, apareció.

Aparcó a un lado su alegría. Se colocó las gafas en su sitio y se frotó con ansiedad las palmas de las manos contra su gastada bata de laboratorio. Quedaba un paso clave. Necesitaba cristalizarlo para llevarlo siempre consigo. Y según las leyendas, tenía poco tiempo; ese líquido rojo brillante, que lanzaba burbujas al aire, se corrompía rápidamente. Y por desgracia a pesar de conocer los ingredientes, no podría volver a repetir el experimento, pues uno de los ingredientes ya nadie sabía de dónde obtenerlo. Él lo había conseguido un par de siglos atrás, arriesgando incluso su vida para poder hacerse con una pizca, apenas la cantidad que cabe bajo una uña, y estaba seguro de que ya hacía mucho tiempo que los últimos gramos de ese poderoso ingrediente estaban a buen recaudo junto a la fórmula que tan bien tenían escondida. Se puso en pie y se dirigió a las estanterías que había a la izquierda de la mesa. Allí tenía almacenados la mayor parte de los ingredientes que había ido recogiendo y acumulando para sus experimentos durante decenas de años: oreja de lirón, caparazón de tortuga, crisantemos del Nilo o polvo de ceniza de roca lunar. A la espalda de donde se sentaba para trabajar había otras estanterías que ocupaban toda la pared, desde el suelo hasta el techo, repletas de utensilios e instrumentos necesarios para su ardua labor de investigación. Se agachó junto la estantería y abrió, tirando de una anilla metálica, una pequeña portezuela existente en el suelo. Allí estaba exactamente lo que necesitaba. Un bote enfriado mediante un complejo mecanismo que contenía una larva de un gusano que vivía únicamente en la cima del monte Everest, en minúsculas madrigueras cavadas en el hielo, a varios metros de profundidad, bajo muchas toneladas de nieve. Lo dejó sobre la mesa y se acercó a la pared donde antes se encontraba en pie la columna de envejecidos libros. Apartó un tapiz roído por las ratas que levantó una nube exageradamente grande de polvo cuando lo dejó caer al suelo. Detrás se encontraba oculta una ingeniosa caja de seguridad, donde guardaba los más valiosos y variopintos objetos que había ido encontrando en sus muchos viajes en busca de componentes. La abrió siguiendo el proceso habitual, y extrajo de la misma un broche circular de metal, al que le faltaba una piedra preciosa que antiguamente había llevado en el centro. Con el broche en la mano fue hasta la mesa, y justo en el centro, donde ya no estaba la piedra, derramó el contenido del matraz. Abrió el bote y sacó la larva con ayuda de unas pinzas. Era el momento crucial. Se recolocó las gafas en un gesto ya automático, y cogió de encima de la mesa un frasco con esencia de tulipanes del Caúcaso y lo acercó con cuidado a la larva dormida. En ese instante, la larva empezó a olisquear y a retorcerse, y lanzó un chillido expulsando una corriente de aire que congeló completamente el líquido vertido en el colgante y dejó la mesa cubierta de una fina película de hielo. Cerró el frasco de esencia, y volvió a guardar a la larva en el bote, y bajó la cabeza para mirar, temeroso, si había conseguido cristalizar el elixir. Despegó el broche de la mesa y pasó con delicadeza el dedo sobre el centro, esperando que se hundiese bajo la fina capa de hielo y su preciado descubrimiento cayese inexorablemente al suelo, desperdiciándose y echando a perder el trabajo de toda su vida. Sintió un alivio enorme, y se dejó caer en el suelo al comprobar que había conseguido solidificarlo. Por fin. Era suyo. Y lo tenía en sus manos. Lo tenía allí, lo había conseguido. Podía tocar el amor.

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